sábado, 9 de agosto de 2008

Apagón en la noche de San Lorenzo

Esta noche hay apagón. Y no suele ser algo habitual. No por lo menos como lo era antes, en mi niñez, cuando siempre había que tener a mano velas y fósforos, que había que buscar a tientas en el cuartito de los trastos, porque la luz brillaba por su ausencia en aquellos días de invierno.
De aquel tiempo rescaté un viejo candil de latón, que puse a punto no tanto para usarlo en caso de necesidad, sino porque me parecía un objeto bello que debía conservar, a pesar del tiempo, su función primigenia. Una buena manita de pintura plateada, una nueva mecha y un poco de queroseno bastarían para echarlo a andar… si hiciera falta... Y así es. Le llegó el día. O la noche.
Como está tan oscuro (tampoco hay luz en la calle, y aunque la hubiera, estoy en un quinto piso, por lo que llegaría hasta aquí débilmente) tengo que andarme con cuidado para no tropezar. El candil lo tengo guardado, entre trastos viejos y demás antiguallas, en una pequeña despensa que tengo a un lado de la solana. Como me conozco el piso al dedillo, no tendré dificultad en llegar hasta allí.
Ahora arrastro los pies con mucho cuidado hacia mi objetivo, por la galería, mientras acaricio las paredes como si fuera ciego. Ya no es como antes, con seis o siete añitos: entonces el pánico me hubiera inmovilizado. Pero ahora no. Estoy acostumbrado a hacerlo todo por mi cuenta. Así que dos puertas más allá está el sitio. No tengo más que entrar en él y tantear los estantes, porque no recuerdo bien en cuál de ellos está mi candil. En fin, nada complicado. Esto no, aquello tampoco. ¡Aquí está! ¡Viejo candil, llegó tu momento de gloria!
El problema son los fósforos. Ahora recuerdo que están en una gaveta del aparador de mi cuarto, así que … a volver sobre mis pasos, hacia atrás, al último lugar de la casa. Tenía que haberlo pensado antes, porque la dichosa despensita está en el extremo contrario del cuarto y antes me encontraba justo en medio del camino, sí, en medio del camino de mi casa.
Pero qué demonios. Vaya un problema. Me voy para atrás, al fondo. Ojalá hubiera tenido un hilo del que tirar para desandar ese camino, a estas horas de la noche. Pero nada, paciencia. Un poco más. Aquí. Un poco más. Ya. Me apoyo en la cama. Sé que enfrente está el aparador con su espejo. Lo palpo. Aquí está. Pongo el candil sobre él. Abro la gaveta. Tal como recordaba, aquí están los fósforos. Prendo la mecha. Se hace la luz. Una luz que parpadea. Y entonces todo es amarillo, sombra, como en una foto antigua, pequeña luz aterciopelada, tan íntima, tan familiar…
De repente veo mi rostro en el espejo, cándido, casi oro, envuelto en la tierna caricia de una mano grande y robusta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

BONITO CUENTO ¿QUIÉN ES EL AUTOR?